Cuentan las malas lenguas que hace algunos años, las abuelas de los pueblos llamaban a las mujeres que no se casaban como las “solteronas”, y a los que se divorciaban los llamaban los “fracasados”… mira el pobrecico que le dejó la mujer, o mira esta Bruja que dejó al marido o que el marido la dejo…. ¿Sigue siendo esta realidad así como la contaban en los pueblos?
Cuando una pareja llega a la decisión, voluntaria o no, de separarse o divorciarse, previamente ha pasado por una serie de trances que le llevan a decidir ese extremo… qué pasa con nuestros hijos, qué pasa con nuestros bienes, qué pasa con todos los años vividos en conjunto, no que esto era para siempre y ya nos dijeron cuando nos casamos… hasta el día de tu muerte….
Al fin y al cabo, el matrimonio, sea con o sin papeles de por medio, no es otra cosa que un contrato vivencial. Contrato en que ambas partes acuerdan vivir juntos, compartir tiempo, afinidades, obligaciones, compromisos, bienes, hijos y cientos de cosas más que van más allá de la experiencia o el amor.
Si esa relación bien sea por el típico “se nos acabó el amor de tanto usarlo”, o bien sea por un “no te aguanto más”, o por un “llegó alguien más a mi vida”, o por un “es que cariño, somos incompatibles”…. Si esa relación termina, no queda más remedio que tomar cada uno un camino separado y dirigido a una nueva vida, con nuevos compromisos y obligaciones, y siempre será mejor, tomarlo como una decisión coherente y no como un fracaso de vida.
Puede que no fuera la persona oportuna o que no haya posibilidades de continuar con esa relación, y por tanto, lo mejor que pueden hacer ambas personas, plantee uno la situación o la planteen ambos, es sentarse seriamente y determinar qué va a ocurrir con ellos de acá en adelante, máximo si tienen hijos o bienes en común.
Coherentemente, si aquello que empezó con un “sí quiero” terminó, lo mejor es tratar de llegar a acuerdos, acuerdos que les permitan continuar con sus vidas lo más sanamente posible, hacia ellos y hacia sus seres queridos como puedan ser sus hijos, que nunca deberían ser el caballo de batalla.
No hay nada más desagradable (aun siendo el trabajo de uno) que ver cómo dos personas se tiran los trastos a la cabeza por querer no renunciar a lo que ellos llaman sus derechos cuando realmente no se dan cuenta que a veces son los del otro. Si se trata de una decisión coherente, se trata también de evitar que el otro y uno mismo salgan perjudicados y en ello, tratar de partir por la mitad esa vida vivida en común. Pero sobre todo, no hay nada más desagradable que oír cómo uno de los progenitores le dice a su hijo de una u otra manera que su otro padre no sólo no le quiere sino que además no es una buena persona cuando fue la persona que eligió para ser el padre o la madre de sus hijos.
Es engañoso el Sindrome de Alienación Parental, si uno de los padres detesta al ex, no tiene porqué hacérselo ver al fruto de sus entrañas comunes, no creen? Al fin y al cabo, bueno o malo, es el único padre o madre que tiene y tendrá.
Un divorcio bien llevado jamás podrá etiquetar a la persona como fracasado, sino como aquella persona consciente de sus responsabilidades, que una vez que descubrió que su vida en pareja no podía continuar, optó por el civismo y por poner soluciones a un problema; y respetó a esa persona a la que un día dijo amar o por lo menos, a la que le dijo sí quiero firmando ese pacto matrimonial de compromisos comunes, separando desde el día que dijo “ya no quiero” sus compromisos en individuales, pero tomando en cuenta y afrontando las diferentes realidades comunes que se generaron mientras eran pareja.
Austin a 28 de junio de 2009
Dagania Fraile
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